martes, 16 de diciembre de 2008

NUESTROS MIEDOS, EL SUSTENTO DE SUS PRIVILEGIOS


En agosto del año pasado, los principales medios electrónicos de noticias publicaron una encuesta de opinión realizada en Santiago, con el objetivo de conocer los principales miedos de los capitalinos.

El sondeo, realizado por el Centro de Estudios de Opinión Ciudadana de la Universidad de Talca, llegaba a conclusiones que cualquiera de nosotros podría sacar en un corto recorrido por el barrio.

La fría estadística advierte que el 40% de los santiaguinos confiesa que su mayor temor es perder el empleo. En segundo lugar, con un 27%, decían temer a ser víctimas de un asalto. Envejecer sin un sistema de salud adecuado fue otra respuesta especialmente frecuente entre los hombres, con un 27%.

Finalmente, cómo no, un porcentaje importante planteaba el miedo a no tener recursos para educar a los hijos. Asimismo, cerca de un 45% de los encuestados plantearon que su principal deseo era contar con un trabajo estable y con una paga digna.

Hasta ahí la cosa no es muy sorprendente, pero no hace falta dar muchas vueltas para caer en cuenta que estas cifras reflejan cómo la dinámica del miedo se apodera de nuestras vidas.

Y, precisamente, esa dinámica se ha convertido en la mejor estrategia para el control social.

De esa forma los poderosos no necesitan mantener las costosas y brutales fórmulas de represión que se fraguaron durante la historia para mantener a raya la amenaza contra sus privilegios. La iglesia católica usó la superstición y las dictaduras hicieron lo propio con la represión… el neoliberalismo hoy usa nuestros miedos para reafirmar su existencia.

En una sociedad atomizada, individualista y fracturada, en que las personas cuentan con menos herramientas de convivencia y encuentro comunitario para resolver sus problemas es más fácil mantener las cosas “como son”.

Dicho de otra forma, en una sociedad donde cada uno se rasca con sus propias uñas, el miedo, la idea de desprotección y la inseguridad son los ingredientes de un status quo que mantiene el silencio de las masas haciendo del “drama humano” una enfermedad individual, un hecho que difícil y extrañamente no logra concertar un ¡ya basta! colectivo.

De esta forma, todos nos enfrentamos, desde la absoluta soledad, a las dificultades que impone una estructura social sorda e insensible.

Así se reproduce, como una verdad absoluta, el discurso del “sálvese quien pueda” que niega toda posibilidad de respuestas comunitarias frente a problemas del individuo. Para qué organizarse, para qué levantar una voz común, para qué unirse a otros si se supone que nadie moverá un dedo por nosotros. Esa es la máxima que se transmite una y otra vez, haciendo del esfuerzo por el cambio social una quimera que se escapa en el horizonte de lo social.

Esa angustia frente a la soledad que nos espera en la mala hora, va quebrando una y otra vez los espacios que tradicionalmente en nuestra sociedad habían sido valorados como entorno de apoyo y ayuda.

Y claro, cualquiera teme al desempleo porque sabemos que nadie nos tenderá una mano. Cualquiera teme a la vejez, porque sabemos que no existe un sistema de pensiones que nos aparte de la pobreza y el desamparo. Cualquiera teme no poder educar a sus hijos porque quienes no han nacido en medio de la abundancia creen firmemente que esa es la única forma en que puedan defenderse” en la vida.

En la tierra de los mall y del consumo, en la sociedad del ‘eres lo que tienes’, en la sociedad de moraga, no hace falta mucho un esfuerzo para mantener los privilegios, para perpetuar la suerte de los eternos perdedores y mantener el control de los poderosos.

Ahí está nuestro primer desafío: reconstruir los espacios sociales que nos permitan dejar de temer, dejar de estar solos frente a una realidad aplastante que nos condena al silencio. Ahí está precisamente el desafío de rehacer la construcción lo social, de esos espacios despreciados hasta el hastío por la modernidad neoliberal.

¿Porqué seguir afianzando el culto al esfuerzo individual que nos ha condenado al aislamiento y la soledad? Hemos dejado que nos convenzan que sólo nuestro esfuerzo es instrumento del bienestar. Hemos dejado que conviertan a quienes tenemos al lado en oponentes y rivales atentos a nuestro menor descuido. Hemos aprendido a despreciar cualquier iniciativa que no nos es propia. En definitiva, hemos hecho del egoísmo y la desconfianza una poderosa herramienta de sumisión.

Y que se entienda muy bien, con esto no negamos el valor del individuo, sólo planteamos que el individuo desconectado y parcelado no es rival para cuestionar las reglas que impone el sistema.

Las primeras organizaciones obreras no solo fueron de lucha frontal contra el patrón, buscaron precisamente establecer el apoyo mutuo como norma para la defensa de los trabajadores. Fueron organizaciones que buscaron ejercitar ese músculo social capaz de empujar el cambio y sin el que es imposible pasar de las asonadas del descontento a la organización de un mundo nuevo.

El triunfo de los poderosos, de su mercado, de su iglesia, de sus dictaduras, de su dinero y sus privilegios ha sido en gran parte el despojarnos de nuestra capacidad de enfrentar juntos nuestros propios asuntos.

Les hemos dado las llaves de nuestro futuro, les hemos regalado nuestra capacidad de organizar la vida cotidiana en función de intereses que están lejos de beneficiarnos y es tiempo de recuperar esa capacidad.

La organización, la solidaridad y el apoyo mutuo son nuestras primeras armas y es tiempo de comenzar a utilizarlas.

(extraído de la web de Masapunk)

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